Si caminamos por la calle Castilla hacia el Altozano, antes de llegar al mercado de Triana, nos encontraremos en el lado izquierdo un callejón estrecho, cerrado con una cancela de hierro y sobre el que aparece unas palabras: Callejón de la Inquisición.
Pero… ¿Qué fue la Inquisición? Mucho se ha hablado sobre este tema, mitad religioso y mitad político, que existió en España desde 1482 hasta los primeros años del siglo XIX. El Tribunal de la Inquisición, también conocido como Consejo de la Suprema, fue fundado el 11 de febrero de 1482 por los Reyes Católicos, quienes habían obtenido una bula del papa Sixto IV para poder combatir las prácticas judaizantes de los judeo-conversos de Sevilla.
En ese momento, la Inquisición dependía de la monarquía, es decir, de los Reyes Católicos, quienes no se encontraban en buenas relaciones con la jerarquía eclesiástica y querían imponer la Autoridad Real sobre la autoridad temporal de los obispos y prelados. Esto significaba crear una Iglesia dentro de la Iglesia y, en consecuencia, los inquisidores no sabían a quién tenían que obedecer realmente: si a la jerarquía eclesiástica o a la jerarquía civil. Fue por este motivo por lo que se dieron diferentes casos de Inquisición.
En Sevilla, la Inquisición, con diversas y no muy claras habilidades, procuró desacreditar a la catedral, acusando al canónigo magistral doctor Egidio (nombre latinizado del suyo, Juan Gil) de que profesaba ideas luteranas, por lo que le tuvo preso, se le penitenció y se le condenó después a otro año de prisión en el castillo de Triana.
Entonces los inquisidores, con el pretexto de que el magistral de la catedral simpatizaba con los protestantes, ordenaron su detención y le condujeron a las cárceles del castillo de Triana donde se le dio tormento, hasta la muerte. Más tarde, y para explicar su muerte, se comunicó al rey que el canónigo se había suicidado con los trozos de un vaso de vidrio, explicación que nadie creyó en Sevilla. En la mayor parte de estos procesos, la falta de pruebas era suplida con una diligencia en la que se decía que los papales y cartas luteranas no estaban en el poder del interesado.
La escenificación de los suplicios que se ejecutaban.
Se ejecutaban muchas veces en el propio castillo de la Inquisición, a veces se hacían en lugares públicos, celebrándose una ceremonia en la plaza de San Francisco. A los reos se les vestía con ropas nuevas, y a las mujeres incluso con bordados y encajes a fin de que lucieran mejor en el recorrido. A algunos, por sentencias especiales, se les vestía con túnicas blancas que llevaban aplicados trozos de tela roja cortados en forma de llamas, para simbolizar con ello su destino de fuego.
El traslado desde el Castillo de San Jorge o el Castillo de Triana a la plaza de San Francisco se hacía con gran pompa, llevando a los reos con gran acompañamiento y con música, y en la plaza se disponía un tablado con alfombra, dosel y otras ornamentas. Una vez que terminaba el desfile de los reos y se leían las sentencias, se les llevaba al “quemadero”, en un primer momento ubicado en Tablada y más tarde en el prado de San Sebastián (cubierto más tarde con tierra).
Pasear hoy en día por el Callejón de la Inquisición permite hacernos una idea del recorrido que tenían que seguir muchos de los prisioneros desde finales del siglo XV. En esa época se utilizó como la sede del Santo Oficio y como prisión, albergando a supuestos herejes a los que se agotaba el ánimo para lograr su confesión. En definitiva, caminar por el Callejón de la Inquisición era sinónimo de castigo y tortura. Solamente se tenían dos opciones finales: la cárcel o la hoguera (si bien, en algunos casos, existía la esperanza de ser juzgado y quedar libre).